Leemos en Cabovolo un interesante post sobre una de las ocurrencias más increíbles producidas en la historia de la Humanidad; hablamos de la adaptación del calendario al sistema decimal. Durante la Revolución Francesa, que comenzó el 14 de julio de 1789 con la toma de la Bastilla, hubo varios periodos bastante convulsos, pero quizá el Reino del Terror con Robespierre a la cabeza y la guillotina «haciendo de las suyas» sea el que más ha calado entre la gente.
Un matemático llamado Gilbert Romme aprovechó el anticlericalismo reinante (la Iglesia Católica era considerada como un elemento antirevolucionario) para proponer acabar con el calendario gregoriano (el que disfrutamos actualmente) y, de paso, terminar con todos los santos y las fiestas religiosas. El resultado de esta aventura duró de 1792 a 1806 (se adoptó el 24 de octubre de 1793, aunque se fijó su inicio el 22 de septiembre de 1792; y finalizó el 31 de diciembre de 1805) y se conoce como el Calendario Revolucionario Francés.
En la propuesta de Romme el año no comenzaba el 1 de enero, lo hacía en el equinocio de otoño y el aniversario de la proclamación de la república: el 22 de septiembre. Cada mes tenía 30 días divididos en tres partes de 10 días cada uno. Cada día estaba dividido en 10 horas, cada una de las cuales tenía 100 minutos y éstos a su vez 100 segundos.
Los diez días de cada una de las partes del mes se llamaban primidi, duodi, tridi, quartidi, quintidi, sextidi, septidi, octidi, nonidi y décadi. Justo cuando llegaba el décadi era el día de descanso de los trabajadores (nuestro domingo). Además, cada fecha individual recibía un nombre que acababa con los santos católicos.
Como los meses tenían 30 días (lo que da un total de 360 días al año), por algún sitio se «perdían» 5 días en los años normales y 6 en los bisiestos. Estos días, llamados complementarios, eran colocados al final del año (del 16 al 22 de septiembre) y erán días de fiesta: vertu (virtud), génie (talento), du Travail (trabajo), l´Opinion (opinión) y des Récompenses (recompensas). En el año bisiesto, sumaban una fiesta más, la de la Révolution.
Los meses del año también tenían nombres diferentes y evocaban cambios de las estaciones y eventos naturales: empezando desde septiembre/octubre, que se llamaba vendimiario (vendimia), continuaba brumario (niebla), frimario (escarcha), nivoso (nieve), pluvioso (lluvia), ventoso (viento), germinal (primavera), floreal (flores), pradeal (pradera), mesidor (cosecha), termidor (calor) y fructidor (fruta).
El nuevo calendario fue adoptado por la Convención Nacional el 24 de octubre de 1793 y desde el primer momento provocó un gran rechazo ya que la semana tenía 10 días y no se descansaba hasta el décimo (décadi), es decir, tres días más de trabajo sin descanso, por no hablar de que las fiestas tradicionales desaparecieron. Además, como no existía un patrón regular para los años bisiestos, se hacía casi imposible datar con precisión eventos futuros.
Afortunadamente, Napoleón, Primer Cónsul en 1801, quiso mejorar las relaciones con la Iglesia Católica y el 18 de abril de 1802 se restablecieron los días de la semana y el domingo como día de fiesta. La abolición total del Calendario Revolucionario se produjo el 31 de diciembre de 1805.
El uso de tiempo medido en sistema decimal nunca cuajó y su uso obligatorio se suspendió el 7 de abril de 1795, aunque dio tiempo a que se fabricaran algunos relojes adaptados a los días de 10 horas. Durante la Comuna de París (entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871) también se usó el viejo Calendario Revolucionario, pero tras este efímero periodo, ya nadie volvió a tener la «ocurrencia» de proponerlo para sustituir al calendario Gregoriano.